Aquellas
posturas que comprenden la cultura como un derecho básico de los ciudadanos,
parten de la visión ilustrada que atribuía al estado la competencia en la
gestión de la cultura, debido a una visión global donde ésta era observada como
algo universalmente válido, con capacidad para potenciar el bienestar y el
progreso de los individuos. Esta visión pretendía una democratización de la
cultura en la construcción de una esfera pública, a la que todo ciudadano
tuviera acceso y donde podría formarse adecuadamente. Como contrapartida, son
los organismos e instituciones estatales los encargados de seleccionar los
productos culturales que se consideran benéficos en el desarrollo de la escala
de valores o el código ético de los ciudadanos. Este mecanismo selectivo se
transforma, en opinión de algunos autores que han teorizado sobre el concepto
de cultura, como Michel Foucault, en un dispositivo biopolítico coercitivo que,
de una forma sutil, distribuye una serie de valores predeterminados que el
sujeto interioriza, afectando a la forma de relacionarse y comprender el
entorno.
Este
tipo de políticas tradicionalistas, centradas en la noción de “excelencia”, en
la supremacía de determinadas producciones procedentes de la “alta cultura”,
marginaba sin embargo la expresión de los rasgos culturales propios de una
amplia capa de los estratos sociales populares. Si bien se
generaliza-democratiza la posibilidad de
acceso a la cultura, con actuaciones como subvencionar las entradas para acceder
a los museos, las producciones creadas por las clases más humildes o de una
procedencia étnica minoritaria, no tenían cabida en los circuitos de la esfera
pública. Con el tiempo, sin embargo, el aumento de la diversidad cultural
multiétnica, la proliferación de movimientos feministas y subculturales y otros
motivos, permitieron que un gran número de prácticas originalmente subculturales
comenzaran a reclamar un lugar en las instituciones y los espacios públicos.
En
la medida en que las normalizadas narrativas tradicionalistas sobre la belleza y
la universalidad del arte fueron perdiendo su validez, el Estado y sus
instituciones comenzaron a replantear el papel de sus políticas culturales,
produciéndose un giro hacia el mercado y la economización de la cultura, un
cambio de “paradigma” en su conceptualitzación y gestión: la cultura como recurso.
Desde este momento, la cultura perderá sus capacidades intrínsecas, estéticas o
espirituales, en aquella visión que permitía el progreso y la formación del
individuo, para pasar a considerarse desde una perspectiva utilitarista que
podía aportar soluciones a problemas económicos, políticos o sociales, además
de resultar un elemento fundamental de crecimiento económico.
Continuará...