Deconstruyendo la modernidad
Crisis económica, crisis ecológica, crisis política, crisis social, crisis personal... Crisis, una palabra que implica una connotación negativa, un cierto peligro que amenaza nuestra comodidad, nuestro estado del bienestar, un estilo de vida que se basa en el consumo incontrolable de toda clase de productos, en la sociedad de los mass media donde todo es espectáculo y rutina. Pero la propia etimología del término crisis implica, en la lengua japonesa, un segundo significado que en occidente hemos olvidado. En esta lengua, crisis implica tanto un peligro como una oportunidad. Tal vez la profunda crisis global en la que se halla occidente y su modelo en este momento histórico, unido a un nuevo estado de conciencia en torno a los problemas ecológicos actuales y otras circunstancias que comienzan a calar en la opinión pública, permita realizar algunos cambios profundos a nuestras estructuras sociales que vayan más allá de un simple maquillado del sistema tardo-capitalista.
Trataremos ahora de profundizar un poco en las raíces de algunos de los problemas que apuntamos mediante un breve recorrido histórico, muy resumido, por los orígenes de nuestra forma actual de comprender el mundo. Desde el s. XVII, con la aparición de la filosofía moderna, la obra de filósofos y científicos como René Descartes, Francis Bacon o Isaac Newton, así como el movimiento de los empiristas británicos, iniciaron una corriente de pensamiento, aquel que ha sido denominado como paradigma material-mecanicista, que se empeñó en concebir la naturaleza y el cosmos como una máquina de relojería, fría y sin vida, cuyos componentes últimos eran descritos como piezas de un gran mecanismo que funcionaba obedeciendo una serie de leyes inmutables e inamovibles. Fue la base teórica que sustentaría, con el surgimiento de la Revolución Industrial a partir del s. XVIII, el inicio de una explotación incontrolada de los recursos naturales, de una inconsciente degradación progresiva de nuestro entorno. Paralelamente, una serie de profundos cambios políticos, sociales y económicos a lo largo de los s. XVIII y XIX, que resultan intrínsecos a los “avances” en filosofía y ciencia, contribuyeron a forjar un visión global, en occidente, de un progreso inacabable. La historia se comprendía como una línea que avanza del pasado hacia el futuro, donde cualquier momento posterior, por el mero hecho de serlo, ya se considera más avanzado, superior. A este planteamiento contribuyeron los postulados de los filósofos de la Ilustración, en el s. XVIII, además de una fe ciega en la ciencia como medio que permitiría a la humanidad alcanzar su elevado destino. Todo ello unido a un universalismo que situaba a la raza blanca occidental como guía encargada de difundir el progreso por todos los rincones del planeta, en una clara actitud paternalista que consideraba inferior a cualquier pueblo “primitivo”. Podemos intuir cómo este planteamiento se encuentra en la base del colonialismo e imperialismo europeos de finales del XIX y principios del XX.
Pero el fondo de la cuestión es algo más complicado que la corrupción de unos ideales que, en principio, podían parecer correctos. Los cambios que iniciaron el mundo moderno, la sociedad contemporánea, van ligados al ascenso de un estamento social y a su forma de comprender el mundo, la burguesía. Esta clase social se había convertido en el auténtico poder económico en los estados aún feudales del Antiguo Régimen , pero precisaba de una mayor participación política para realizar los cambios que creían necesarios para el desarrollo de occidente. Nuestras estructuras económicas, políticas y sociales no son más que la evolución de aquellas implantadas a partir de la Revolución Industrial y tras el triunfo de las revoluciones burguesas del s. XIX. El pensamiento burgués forjó, sin duda, una nueva era que conocemos como modernidad. Libertad individual, separación de poderes, democracia o liberalismo económico, son algunos de los ideales que persiguieron y que conquistaron gracias, eso sí, al apoyo de las clases populares interesadas, básicamente, en salir de la pobreza y poder subsistir de una manera digna. Una vez adquirido el suficiente poder, la burguesía inició una reforma imparable. Implantaron la democracia, pero la limitaron a un sufragio censatario y únicamente masculino. La tecnificación, las mejoras en las comunicaciones y los avances científicos aumentaron la productividad alimentaria básica y permitieron el aumento demográfico por el descenso de la mortalidad en todo el continente, si bien desproveyeron de cualquier control sobre su propio trabajo, sobre los medios de producción, a la mayor parte de la población que, gracias a una emigración masiva del campo hacia las ciudades, se convirtieron en lo que hoy denominamos como proletariado industrial. Las ciudades europeas, que experimentaron un crecimiento espectacular, fueron reformadas, creándose grandes ensanches y avenidas, introduciéndose nuevos servicios como el transporte, las canalizaciones de agua corriente, gas y telégrafo, avances que aumentaron el nivel de vida de las clases asentadas, pero que excluyeron a buena parte de la población trabajadora, que se encontró viviendo en unas condiciones de insalubridad inimaginables, hundidos en la más absoluta pobreza y amontonados en emergentes suburbios. No obstante, a partir de la segunda mitad del s. XIX los gobiernos fueron haciéndose más permeables a las necesidades de estas personas, mejorando progresivamente sus condiciones de vida mediante la introducción de servicios sociales. En el s. XX, en gran parte por causa del desarrollo de las identidades nacionales, llegaron las ansias imperialistas que forjaron el colonialismo, una visión patriótica que otorgaba una importancia trascendental a la competencia entre los estados, una deriva que finalizó con la I Guerra Mundial, con los fascismos que no son más que la expresión de un nacionalismo patriótico de raíz conservadora y clasicista, y más tarde con la II Guerra Mundial, cuyo final marca la conclusión de la modernidad y el inicio de una nueva época postmoderna, según han definido algunos pensadores.
Hoy en día occidente se encuentra en crisis. Las profundas heridas abiertas por las dos guerras mundiales acabaron con aquella idealizada visión de un progreso continuado, de una explotación incontrolada de la naturaleza, de un universalismo que ha dado paso a una paradójica combinación de localismo y mundialismo, pues mientras tendemos cada vez más hacia la individualización, la economía y la política se globalizan, mientras que las sociedades occidentales, fruto de la inmigración, se hibridan. El paradigma creado por la burguesía del s. XIX ya no es válido, pero la sociedad donde habitamos conserva aún sus estructuras, derivadas hacia el consumo de masas y la sociedad del bienestar y el espectáculo, mientras que nuestro planeta, nuestra madre, como dirían algunas “primitivas” culturas, se muere.
Ante semejante panorama, se hace complicado vislumbrar salida alguna que enderece el caótico rumbo que ha tomado la humanidad, en occidente y cada vez más en el resto del mundo. En estos momentos, asistimos impasibles a un fenómeno de retroceso en los derechos sociales, en la posibilidad de acceso al trabajo y una vivienda digna, y un sinfín más de problemas directamente relacionados con la desmesurada ambición que corroe nuestras mentes. Debemos consumir menos, pues si no agotaremos los recursos naturales en pocas décadas. Debemos abandonar definitivamente el modelo del infinito crecimiento de la economía. En la postmodernidad, es preciso deconstruir la modernidad. Pero no debe ser sólo el pueblo quien soporte nuevamente todo el peso de la deconstrucción. Parece que los acontecimientos se dirigen hacia un retroceso que, quién sabe, puede acabar con todos aquellos logros que nuestros antepasados más directos se esforzaron tanto en lograr, mientras que de nuevo unos pocos continuarán enriqueciéndose a nuestra costa. Deconstruir la modernidad significa hacerlo entre todos, y tal vez el gran motivo por el cual nuestras sociedades se encuentran hoy en crisis a todos los niveles, sea que no hemos comenzado a plantearnos realmente qué clase de mundo y de sociedad nueva queremos construir sobre los restos de la antigua.
En este blog no pretendemos indicar cómo debería ser ese nuevo mundo hacia el que caminamos, ya que cualquier sistema que organiza a las personas en sociedades nunca podrá ser totalmente justo, siempre existirán elementos subversivos, conflictos e inconvenientes bajo cualquier modelo que se pueda llegar a implantar. Para construir un mundo justo, tremendo ideal, tremenda utopía, primero debemos convertirnos en justos nosotros mismos, de forma individual. Y la justicia empieza por ser justo con uno mismo. La modernidad elevó a la categoría de virtud una lacra, la ambición desmesurada de poseer, que se encuentra en la base de todos nuestros problemas actuales. Debemos detenernos, respirar profundamente, observar nuestro entorno, a nosotros mismos, reconociendo hasta qué punto nos han hecho creer que somos libres mientras nos controlan, nos socializan durante todas las etapas de nuestras vidas de la forma que a ellos más les conviene. Nos encontramos trabajando, y aún debemos dar gracias por ello, en ocupaciones que no nos gustan ni nos reportan nada a nivel humano. Todo se basa en el beneficio, en la ganancia que nos permitirá adquirir nuevos objetos que no necesitamos, sin control sobre lo que producimos, vacíos por dentro, sumergidos en la inacabable rutina. ¿Cómo podemos comenzar a cambiar todo esto?
En estos momentos de crisis, tal vez sea buena idea dirigir nuestra mirada hacia el pasado, en una actitud ecléctica en el verdadero sentido del término. A la palabra se le han asociado las negativas connotaciones de constituir una mezcla, un batiburrillo de elementos pasados desprovistos de toda originalidad. Pero resulta que el concepto de originalidad, de “lo nuevo es mejor”, es otro de los inventos del capitalismo y los mass media para mantener el inacabable modelo hiperconsumista. Ecléctico se refiere más bien a “lo mejor”, pero en su esencia. Este constituirá uno de los objetivos de este blog, tratar de recoger la esencia de algunos planteamientos antiguos pero totalmente válidos que puedan servirnos a nivel individual para comenzar a deconstruir, a reflexionar y tal vez abandonar definitivamente algunos esquemas que ya no interesen.
¿Se han preguntado en alguna ocasión para qué demonios han venido a este mundo? Algunos filósofos clásicos trataron de aportar alguna respuesta a esta gran cuestión que nos viene acompañando desde nuestros orígenes. Platón creía que toda persona nace con una serie de cualidades inherentes que le capacitan para algunas tareas mucho más que para otras. Creía que esto ocurría así porque aceptaba la inmortalidad del alma humana y la teoría de la metempsicosis o reencarnación, esas habilidades innatas venían, por tanto, de “atrás”. Hoy en día tendemos a considerar más bien que toda habilidad es aprendida en sociedad, por la educación de la mirada, de la mente y la personalidad a la que nos vemos sometidos ya desde nuestro nacimiento. Tampoco resulta en estos momentos demasiado importante cómo se produzca esto, pero sí lo es el hecho de que muchas personas se sienten abrumadas por los trabajos que realizan y la presión social que ello comporta. ¿Creen ustedes que poseen alguna habilidad que les haría felices si lograran desarrollarla adecuadamente? Normalmente, estas habilidades se expresan a través de aquello que denominamos como hobbies, aquellas actividades, culturales, artísticas o de cualquier otra índole, que realmente nos “hacen vibrar”, nos provocan una pasión y una alegría incontenibles. ¿Se imaginan poder dedicarse a aquello que realmente les apasiona? ¿No seríamos todos un poquito más felices?
Crisis económica, crisis ecológica, crisis política, crisis social, crisis personal... Crisis, una palabra que implica una connotación negativa, un cierto peligro que amenaza nuestra comodidad, nuestro estado del bienestar, un estilo de vida que se basa en el consumo incontrolable de toda clase de productos, en la sociedad de los mass media donde todo es espectáculo y rutina. Pero la propia etimología del término crisis implica, en la lengua japonesa, un segundo significado que en occidente hemos olvidado. En esta lengua, crisis implica tanto un peligro como una oportunidad. Tal vez la profunda crisis global en la que se halla occidente y su modelo en este momento histórico, unido a un nuevo estado de conciencia en torno a los problemas ecológicos actuales y otras circunstancias que comienzan a calar en la opinión pública, permita realizar algunos cambios profundos a nuestras estructuras sociales que vayan más allá de un simple maquillado del sistema tardo-capitalista.
Trataremos ahora de profundizar un poco en las raíces de algunos de los problemas que apuntamos mediante un breve recorrido histórico, muy resumido, por los orígenes de nuestra forma actual de comprender el mundo. Desde el s. XVII, con la aparición de la filosofía moderna, la obra de filósofos y científicos como René Descartes, Francis Bacon o Isaac Newton, así como el movimiento de los empiristas británicos, iniciaron una corriente de pensamiento, aquel que ha sido denominado como paradigma material-mecanicista, que se empeñó en concebir la naturaleza y el cosmos como una máquina de relojería, fría y sin vida, cuyos componentes últimos eran descritos como piezas de un gran mecanismo que funcionaba obedeciendo una serie de leyes inmutables e inamovibles. Fue la base teórica que sustentaría, con el surgimiento de la Revolución Industrial a partir del s. XVIII, el inicio de una explotación incontrolada de los recursos naturales, de una inconsciente degradación progresiva de nuestro entorno. Paralelamente, una serie de profundos cambios políticos, sociales y económicos a lo largo de los s. XVIII y XIX, que resultan intrínsecos a los “avances” en filosofía y ciencia, contribuyeron a forjar un visión global, en occidente, de un progreso inacabable. La historia se comprendía como una línea que avanza del pasado hacia el futuro, donde cualquier momento posterior, por el mero hecho de serlo, ya se considera más avanzado, superior. A este planteamiento contribuyeron los postulados de los filósofos de la Ilustración, en el s. XVIII, además de una fe ciega en la ciencia como medio que permitiría a la humanidad alcanzar su elevado destino. Todo ello unido a un universalismo que situaba a la raza blanca occidental como guía encargada de difundir el progreso por todos los rincones del planeta, en una clara actitud paternalista que consideraba inferior a cualquier pueblo “primitivo”. Podemos intuir cómo este planteamiento se encuentra en la base del colonialismo e imperialismo europeos de finales del XIX y principios del XX.
Pero el fondo de la cuestión es algo más complicado que la corrupción de unos ideales que, en principio, podían parecer correctos. Los cambios que iniciaron el mundo moderno, la sociedad contemporánea, van ligados al ascenso de un estamento social y a su forma de comprender el mundo, la burguesía. Esta clase social se había convertido en el auténtico poder económico en los estados aún feudales del Antiguo Régimen , pero precisaba de una mayor participación política para realizar los cambios que creían necesarios para el desarrollo de occidente. Nuestras estructuras económicas, políticas y sociales no son más que la evolución de aquellas implantadas a partir de la Revolución Industrial y tras el triunfo de las revoluciones burguesas del s. XIX. El pensamiento burgués forjó, sin duda, una nueva era que conocemos como modernidad. Libertad individual, separación de poderes, democracia o liberalismo económico, son algunos de los ideales que persiguieron y que conquistaron gracias, eso sí, al apoyo de las clases populares interesadas, básicamente, en salir de la pobreza y poder subsistir de una manera digna. Una vez adquirido el suficiente poder, la burguesía inició una reforma imparable. Implantaron la democracia, pero la limitaron a un sufragio censatario y únicamente masculino. La tecnificación, las mejoras en las comunicaciones y los avances científicos aumentaron la productividad alimentaria básica y permitieron el aumento demográfico por el descenso de la mortalidad en todo el continente, si bien desproveyeron de cualquier control sobre su propio trabajo, sobre los medios de producción, a la mayor parte de la población que, gracias a una emigración masiva del campo hacia las ciudades, se convirtieron en lo que hoy denominamos como proletariado industrial. Las ciudades europeas, que experimentaron un crecimiento espectacular, fueron reformadas, creándose grandes ensanches y avenidas, introduciéndose nuevos servicios como el transporte, las canalizaciones de agua corriente, gas y telégrafo, avances que aumentaron el nivel de vida de las clases asentadas, pero que excluyeron a buena parte de la población trabajadora, que se encontró viviendo en unas condiciones de insalubridad inimaginables, hundidos en la más absoluta pobreza y amontonados en emergentes suburbios. No obstante, a partir de la segunda mitad del s. XIX los gobiernos fueron haciéndose más permeables a las necesidades de estas personas, mejorando progresivamente sus condiciones de vida mediante la introducción de servicios sociales. En el s. XX, en gran parte por causa del desarrollo de las identidades nacionales, llegaron las ansias imperialistas que forjaron el colonialismo, una visión patriótica que otorgaba una importancia trascendental a la competencia entre los estados, una deriva que finalizó con la I Guerra Mundial, con los fascismos que no son más que la expresión de un nacionalismo patriótico de raíz conservadora y clasicista, y más tarde con la II Guerra Mundial, cuyo final marca la conclusión de la modernidad y el inicio de una nueva época postmoderna, según han definido algunos pensadores.
Hoy en día occidente se encuentra en crisis. Las profundas heridas abiertas por las dos guerras mundiales acabaron con aquella idealizada visión de un progreso continuado, de una explotación incontrolada de la naturaleza, de un universalismo que ha dado paso a una paradójica combinación de localismo y mundialismo, pues mientras tendemos cada vez más hacia la individualización, la economía y la política se globalizan, mientras que las sociedades occidentales, fruto de la inmigración, se hibridan. El paradigma creado por la burguesía del s. XIX ya no es válido, pero la sociedad donde habitamos conserva aún sus estructuras, derivadas hacia el consumo de masas y la sociedad del bienestar y el espectáculo, mientras que nuestro planeta, nuestra madre, como dirían algunas “primitivas” culturas, se muere.
Ante semejante panorama, se hace complicado vislumbrar salida alguna que enderece el caótico rumbo que ha tomado la humanidad, en occidente y cada vez más en el resto del mundo. En estos momentos, asistimos impasibles a un fenómeno de retroceso en los derechos sociales, en la posibilidad de acceso al trabajo y una vivienda digna, y un sinfín más de problemas directamente relacionados con la desmesurada ambición que corroe nuestras mentes. Debemos consumir menos, pues si no agotaremos los recursos naturales en pocas décadas. Debemos abandonar definitivamente el modelo del infinito crecimiento de la economía. En la postmodernidad, es preciso deconstruir la modernidad. Pero no debe ser sólo el pueblo quien soporte nuevamente todo el peso de la deconstrucción. Parece que los acontecimientos se dirigen hacia un retroceso que, quién sabe, puede acabar con todos aquellos logros que nuestros antepasados más directos se esforzaron tanto en lograr, mientras que de nuevo unos pocos continuarán enriqueciéndose a nuestra costa. Deconstruir la modernidad significa hacerlo entre todos, y tal vez el gran motivo por el cual nuestras sociedades se encuentran hoy en crisis a todos los niveles, sea que no hemos comenzado a plantearnos realmente qué clase de mundo y de sociedad nueva queremos construir sobre los restos de la antigua.
En este blog no pretendemos indicar cómo debería ser ese nuevo mundo hacia el que caminamos, ya que cualquier sistema que organiza a las personas en sociedades nunca podrá ser totalmente justo, siempre existirán elementos subversivos, conflictos e inconvenientes bajo cualquier modelo que se pueda llegar a implantar. Para construir un mundo justo, tremendo ideal, tremenda utopía, primero debemos convertirnos en justos nosotros mismos, de forma individual. Y la justicia empieza por ser justo con uno mismo. La modernidad elevó a la categoría de virtud una lacra, la ambición desmesurada de poseer, que se encuentra en la base de todos nuestros problemas actuales. Debemos detenernos, respirar profundamente, observar nuestro entorno, a nosotros mismos, reconociendo hasta qué punto nos han hecho creer que somos libres mientras nos controlan, nos socializan durante todas las etapas de nuestras vidas de la forma que a ellos más les conviene. Nos encontramos trabajando, y aún debemos dar gracias por ello, en ocupaciones que no nos gustan ni nos reportan nada a nivel humano. Todo se basa en el beneficio, en la ganancia que nos permitirá adquirir nuevos objetos que no necesitamos, sin control sobre lo que producimos, vacíos por dentro, sumergidos en la inacabable rutina. ¿Cómo podemos comenzar a cambiar todo esto?
En estos momentos de crisis, tal vez sea buena idea dirigir nuestra mirada hacia el pasado, en una actitud ecléctica en el verdadero sentido del término. A la palabra se le han asociado las negativas connotaciones de constituir una mezcla, un batiburrillo de elementos pasados desprovistos de toda originalidad. Pero resulta que el concepto de originalidad, de “lo nuevo es mejor”, es otro de los inventos del capitalismo y los mass media para mantener el inacabable modelo hiperconsumista. Ecléctico se refiere más bien a “lo mejor”, pero en su esencia. Este constituirá uno de los objetivos de este blog, tratar de recoger la esencia de algunos planteamientos antiguos pero totalmente válidos que puedan servirnos a nivel individual para comenzar a deconstruir, a reflexionar y tal vez abandonar definitivamente algunos esquemas que ya no interesen.
¿Se han preguntado en alguna ocasión para qué demonios han venido a este mundo? Algunos filósofos clásicos trataron de aportar alguna respuesta a esta gran cuestión que nos viene acompañando desde nuestros orígenes. Platón creía que toda persona nace con una serie de cualidades inherentes que le capacitan para algunas tareas mucho más que para otras. Creía que esto ocurría así porque aceptaba la inmortalidad del alma humana y la teoría de la metempsicosis o reencarnación, esas habilidades innatas venían, por tanto, de “atrás”. Hoy en día tendemos a considerar más bien que toda habilidad es aprendida en sociedad, por la educación de la mirada, de la mente y la personalidad a la que nos vemos sometidos ya desde nuestro nacimiento. Tampoco resulta en estos momentos demasiado importante cómo se produzca esto, pero sí lo es el hecho de que muchas personas se sienten abrumadas por los trabajos que realizan y la presión social que ello comporta. ¿Creen ustedes que poseen alguna habilidad que les haría felices si lograran desarrollarla adecuadamente? Normalmente, estas habilidades se expresan a través de aquello que denominamos como hobbies, aquellas actividades, culturales, artísticas o de cualquier otra índole, que realmente nos “hacen vibrar”, nos provocan una pasión y una alegría incontenibles. ¿Se imaginan poder dedicarse a aquello que realmente les apasiona? ¿No seríamos todos un poquito más felices?
En mi caso, cuando era pequeñito y nos preguntaban qué queríamos ser de mayores, nunca lo tuve claro, no había nada que me llenara realmente hasta que, en el instituto, descubrí la filosofía y las humanidades. Desde ese momento me poseyó un afán de conocer, de saber, porque si algo he aprendido es que conocimiento y sabiduría son diferentes conceptos, ya que conocer implica sólo una actividad intelectual, mientras que la sabiduría implica experiencia y compartición. Mi propósito en este blog, por tanto, es compartir algunos conocimientos con ustedes, apreciados lectores, y también algunas experiencias que me han ayudado a comenzar a desarrollar, tal vez, lo mejor que poseo. Les animo a que descubran, si no lo saben ya, cuáles son esas cosas que a ustedes les hacen vibrar, y que compartan también en este lugar su propio arte, lo mejor que posean, el arte de construir sus propias vidas.