lunes, 26 de julio de 2010

El origen del teatro - Segunda parte


En el post de la pasada semana investigamos el origen ritual de la tragedia griega, así como ésta trasladaba a un periodo mítico, mediante la representación de las hazañas de los héroes y dioses de su mitología, los valores que guían la conducta del auditorio, confirmando la mentalidad tradicional del pueblo griego. Pero por otra parte, y especialmente en las obras de Eurípides, también se da la palabra a las mujeres, los esclavos y los extranjeros, colectivos que carecían de derecho político alguno en la Atenas clásica. Un signo de la progresiva "democratización" del teatro. En Las Troyanas de Eurípides, por ejemplo, las mujeres y el horror de la guerra se hacen los protagonistas, evidenciando una mentalidad mucho más pragmática que sus antecesores. Como consecuencia, la tragedia resulta a la vez un instrumento que confirma la validez de la cosmovisión mito-poética todavía reinante en la sociedad ateniense del s. V a.C. y un foco de crítica contra esa misma mentalidad, ya que en ella toman la palabra quienes no lo podían hacer en la realidad social y política del momento.

Las Dionisias urbanas, las fiestas más importantes de Atenas con la excepción de las Grandes Panateneas, que se celebraban cada cuatro años, congregaban seguramente alrededor de quince mil personas en el teatro. Los actores interpretaban sus personajes, recitando versos desde la escena, mientras el coro realizaba cantos y bailaba al ritmo de la música. Así pues, las tragedias constan de partes recitadas y partes cantadas, éstas últimas con acompañamiento musical. Su estructura formal se articula en varias partes. La primera es el prólogo, un relato o un diálogo entre dos personajes, que tiene la función de poner en antecedentes al público sobre el tema del drama. A continuación, el coro entra en escena al son de un poema (párodos), iniciándose seguidamente el primer episodio. Las tragedias clásicas constan de cuatro, cinco, o seis episodios separados por cantos corales o estásimos.

Hablaremos ahora brevemente sobre los tres tragediógrafos más importantes, Esquilo, Sófocles y Eurípides.

Esquilo (sobre 525 - 456 a.C.) refleja en sus obras una profunda fe en el Estado ateniense. El poeta, quien conoció en su juventud los últimos años de tiranía de Hipias (hijo de Pisístrato, ejerció la tiranía en Atenas entre 527 y 510 a.C.), es en cierta manera el representante de una “teología natural”, de una armonización entre la esfera divina y la humana, aunque para ello se necesitase de lucha, pues no en vano luchó Esquilo en la batalla de Maratón contra los persas. El filósofo y escritor José Ortega y Gasset expresó este carácter con las siguientes palabras: “Le acongojan los problemas del bien y del mal, de la libertad, de la justificación del orden en el Cosmos, del causante de todo. Y sus obras son una serie de acometidas a estas cuestiones divinas”.


Sófocles (sobre 495 – 405 a.C), hombre culto y refinado, perteneció al círculo más selecto de Atenas, siendo apreciado por toda la población, según las fuentes, por su carácter respetuoso y abierto. Perteneció a la clase de ciudadanos que, sin desdeñar los ideales de la naciente democracia, no abandonó por ello su relación con las ideas más tradicionales. Fue en este sentido un hombre preocupado por la relación entre la acción y destino humanos en su conexión con el orden del mundo. El héroe que retrata en sus obras constituye una mezcla entre sufrimiento y error, en una pugna entre el albedrío humano y el inmutable destino.



Eurípides (485 – 406 a.C.), por su parte, ha sido presentado tradicionalmente como el más racionalista de los tres grandes trágicos, por su relación y sus ideas cercanas a la sofística. Existen en sus tragedias numerosas reflexiones y críticas sobre los mitos y creencias tradicionales, en un intento de analizar, con ayuda de la razón, las situaciones trágicas. Los personajes se enfrentan en discusiones de principios, se rebelan contra la tradición y exigen una explicación justa y una actuación racional. Por el contrario, personajes como Medea o Fedra toman sus decisiones previa reflexión, sí, pero en el momento álgido se dejan arrastrar por sus pasiones, imponiéndose el trágico final; la propia Medea afirma en un famoso monólogo que su pasión es más fuerte que su razonamiento. Por esto algunos autores han calificado a Eurípides en sus obras como “racionalista”, mientras que otros lo han hecho como “irracionalista”.

Historia, mitología, mentalidad, poesía, política, educación, todos ellos temas que abarca el antiguo teatro griego y que hemos abordado a lo largo de los dos últimos posts. Vemos pues cómo resulta la tragedia un apasionante género que hará las delicias de aquellos que se aproximen a ella desde un punto de vista del conocimiento de la mentalidad, la historia, la poesía de un pueblo, el ateniense y el griego, que ha sido siempre uno de los principales referentes para nuestra cultura occidental.

lunes, 19 de julio de 2010

El origen del teatro (Primera parte)

Dedicaremos el post de esta semana a investigar los orígenes del teatro. La mayoría de gente suele saber que éste se inició en Grecia, concretamente en Atenas, a finales del s. VI a.C., pero no así los motivos que originaron su aparición. Como es de esperar, nada surge en la historia de repente, siempre existen unas causas y una evolución y, como veremos, el origen del teatro se encuentra en una “democratización” de los rituales religiosos del mundo antiguo, reservados hasta entonces a unos pocos iniciados.

El teatro occidental nació en Atenas poco antes del siglo V a.C., en la época de Pisístrato (Sobre 600 – 528/527 a.C. Filósofo y político ateniense considerado como uno de los siete sabios de Grecia, gobernó la ciudad ática entre 561 y 546 a.C., aunque con diversas interrupciones en las que fue expulsado del poder), y tuvo su esplendor durante el perido clásico (siglos V y IV a.C.). Si la poesía épica (las conocidas Iliada y Odisea atribuidas a Homero, por ejemplo) representó en cierta manera el paso de los griegos hacia un resurgir de su cultura conocido como época arcaica (siglos VIII al VI a.C.), tras una larga Edad Media (desde la caída de la civilización micénica, hacia 1200 a.C.), el género dramático caracterizó el inicio de la preeminencia cultural ateniense sobre el resto de ciudades griegas durante el s. V a.C., el periodo conocido como clásico. También, con la aparición de una tecnología de la escritura en época tardoarcaica, es decir, de un sistema de conservación del material literario anterior, como la fijación por escrito de la Ilíada y de la Odisea en la redacción pisistratea, por ejemplo, se inició una evolución que culminó con el dominio de la prosa como forma literaria principal. Aunque este dominio no se concretara hasta el s. IV, de la mano de la filosofía, en este proceso de evolución pueden situarse las tragedias clásicas que se han conservado, representadas en Atenas entre el 472 y el 401 a.C.

La tragedia griega clásica se hallaba íntimamente relacionada con la sociedad ateniense del momento. Ya desde época arcaica la polis (ciudad) griega era concebida más como un grupo humano que como una ciudad desde un punto de vista urbanístico. Para los griegos en general, la cohesión de su ciudad no se hallaba en las piedras o las calles, sino en el grupo de personas que participaban de una misma tradición y tomaban decisiones, al menos en el caso de Atenas, mediante deliberaciones conjuntas. La poesía épica de Homero y Hesíodo había fijado ya desde antaño en la conciencia de los griegos un “sistema heroico” que se convirtió en una auténtica cosmovisión panhelénica. En estas obras todos los griegos reconocían unos héroes comunes, un sistema común de antepasados la memoria de los cuales se remontaba a la época micénica y había llegado por tradición oral. En la Atenas clásica, el sistema de valores encarnado por esta antigua tradición se vio enfrentado a las nuevas tendencias surgidas con la democracia. En este sentido, la tragedia ática presenta en numerosas ocasiones ejemplos de conflicto entre la sociedad mítica del pasado y la sociedad democrática incipiente. El mundo aristocrático que desaparece paulatinamente, con la oposición de no pocos ciudadanos, se enfrenta a la nueva sociedad que, en un sentido restringido, extiende derechos iguales a los ciudadanos, aunque obliga a la responsabilidad personal y al esfuerzo colectivo. La tragedia plantea a menudo una tensión entre el modelo de familia tradicional (oikos) y la ciudad, porque los héroes en escena responden a un código ético que, en términos absolutos, ya no es reconocido como tal.

De temática casi siempre heroica, fue la tragedia un instrumento en la educación de los atenienses que acudían a las representaciones. El calendario griego transcurría a través de una serie de fiestas sagradas que vinculaban la fertilidad de la tierra, las relaciones entre los hombres, la poesía de un grupo humano con sus dioses mediante una serie de rituales y sacrificios. Estas fiestas eran las que aportaban y mantenían en los habitantes de Atenas la conciencia de pertenencia a su polis, a su grupo humano, y en este contexto debe situarse la tragedia, representada tan sólo en el teatro de Dioniso durante las fiestas anuales en conmemoración a este dios, vinculado entre otras cosas a la mágica transformación en virtud de la cual unos actores (hypocritaí), encarnan a los héroes y dioses ancestrales. Así pues, los mitos helénicos, provenientes de la tradición oral, transmitida primero por los aedos o poetas cantores y fijados posteriormente en las recopilaciones de las obras de Homero y Hesíodo, forman el repertorio que puebla las páginas de las tragedias griegas clásicas. Podemos decir que un mito es inicialmente un relato tradicional que cuenta la actuación ejemplar y digna de recuerdo de unos personajes extraordinarios en un tiempo lejano y prestigioso. Pero un mito es mucho más que esto. El gran estudioso de las religiones comparadas, Mircea Eliade, indicaba en su obra El mito del eterno retorno, lo siguiente: “el recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular, porque la memoria colectiva es ahistórica […] el personaje histórico es asimilado a un arquetipo”. De esta afirmación de Eliade se puede deducir que, al menos hasta cierto punto, de un mito se pueda extraer auténtica información histórica. Por otra parte, también indica Eliade que en todas las culturas de mentalidad mito-poética, como sería el caso de la Grecia arcaica, “hemos visto que el guerrero, sea cual fuere, imita a un héroe y trata de acercarse lo más posible a ese modelo arquetípico”. El historiador de las religiones piensa que en esa actitud subyace una estructura mental colectiva, la repetición ritual. Como vimos en anteriores posts, para el hombre de las culturas tradicionales, sólo goza de auténtica realidad aquel acto que repite una acción trascendente, aquel objeto que reproduce un arquetipo. El momento más cargado de potencia es el instante de la creación del cosmos y del hombre, siendo éste un “tiempo sagrado” que debe repetirse periódicamente para mantener la “Ley y el Orden cósmicos” en el mundo, regenerando mediante actos rituales ese momento crucial, que actualiza y regenera las energías internas del individuo que participa de él, pero también del colectivo donde vive y de la misma naturaleza. Pero no sólo son aquellos rituales oficiados por sacerdotes los que tienen su modelo mítico, “sino que cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado” (Eliade, El mito del eterno retorno).

Es en este momento cuando nos es posible otorgar un origen ritual e iniciático al teatro griego clásico, relacionándolo con las escuelas de misterios de la antigua tradición órfica. Ya en el antiguo Egipto los sacerdotes de Osiris, dios del Más Allá, la resurrección y los ciclos naturales, asociado en ciertos aspectos con el Dioniso-Baco heleno, oficiaban rituales donde se “representaban” determinados acontecimientos míticos, arquetípicos. La diferencia con la Atenas clásica es que allí el ciudadano se puso frente al rito, convirtiéndose así en teatro y adquiriendo ese carácter educativo que señaló Aristóteles en su Poética, otorgándole una función de kátharsis o purificación. Para el estagirita el artista imita la naturaleza en su obra, pero no como una mera copia, sino captando en los objetos “reales” lo universal, la esencia, siendo eso lo que plasma en la materia. Y precisamente por este motivo, sobretodo artes como la música y la tragedia provocan en el espectador una acción de purificación, porque el hombre contempla las pasiones representadas por los personajes pero a la vez percibe el ideal moral que se oculta detrás, induciéndole a elevarse por encima de esas pasiones. Y a nivel colectivo, el teatro representa un acto de sanación, de regeneración de la polis para conjurar el proceso de fragmentación, de desgaste, de retorno al caos que el tiempo profano y la propia ciudad conllevan.

lunes, 12 de julio de 2010

El pensamiento de los antiguos egipcios - Parte II

En el post anterior tratamos de hacer una pequeña introducción a la forma de comprender el mundo, tan radicalmente distinta a la nuestra, de los antiguos egipcios. Para ello presentamos uno de sus símbolos fundamentales, la diosa de la Verdad y la Justicia, Maat, la base sobre la que se articula buena parte del pensamiento egipcio. Hoy profundizaremos un poco más en esa mentalidad mito-poética, mostrando cómo entendían ellos conceptos tales como el tiempo, el espacio, o la forma como se gobernaban.

Como cultura de discurso integrado (mito-poética), para la civilización faraónica carecía de valor lo que podemos denominar como tiempo profano. Aquello que para el hombre moderno crea la historia, el encadenamiento de una serie de sucesos singulares, para ellos carecía de significado alguno. Los egipcios vivían en un tiempo sagrado, donde cualquier suceso o acción sólo adquiría valor en función de su mayor o menor participación en un arquetipo, en una realidad trascendente. La sacralización del tiempo se realizaba reintegrando un suceso a su estado original, reviviendo el instante inicial de la Creación, cuando el mundo aún no había sufrido el desgaste y la descomposición que genera el tiempo profano. El tiempo sagrado fue para ellos un tiempo de eterno retorno hacia la divina fuente original de la existencia, transformando la vida del hombre en un eterno presente. El tiempo profano, causa de desgaste, descomposición y muerte, es reconducido al tiempo mítico, sacralizándose mediante rituales de regeneración y las periódicas fiestas sagradas que ritmaban su calendario religioso. Durante la fiesta del Año Nuevo, por ejemplo, que coincidía con el primer día de crecida anual del Nilo, revivían ese instante primordial de la Creación, provocando que su mundo retornase de nuevo al inicio, sintiéndose eternamente jóvenes y eternamente renovados. Esta compleja visión del tiempo, donde cualquier hecho histórico es reconducido a un arquetipo trascendente, ha generado una serie de dificultades a los historiadores al tratar de interpretar las distintas fuentes escritas, porque no fueron creadas con una función histórica. Estos textos sólo sirven para conocer sus sistemas mentales, no contienen condiciones históricas reales.

La visión egipcia del tiempo iba ligada a una paralela sacralización del espacio. Ese orden celeste, la divina armonía universal simbolizada por Maat, era representado por los egipcios en los techos de sus templos y tumbas. Para sacralizar el espacio orientaban su geografía terrestre en función de la divina geografía celeste, convirtiendo la Tierra en un espejo del Cielo y estableciendo una relación de correspondencia entre el microcosmos humano y el macrocosmos divino. El dios Tot (dios de la escritura y la sabiduría, representado usualmente como un hombre con cabeza de ibis) dice a su discípulo Esculapio en los Libros de Hermes: “¿Ignoras tú ¡oh Esculapio! Que Egipto es la imagen del cielo y que es la proyección aquí abajo del orden que reina en el mundo celeste? Pues a decir verdad, nuestra tierra es el centro del mundo” .El centro del mundo es para los egipcios el punto de unión entre Cielo, Tierra e Inframundo, es el eje de orientación o Axis Mundi que permite a los dioses manifestarse en el mundo humano y a los hombres elevarse al mundo divino. Es la Colina Primordial, la primera tierra emergida del caos en el momento de la Creación y representa el arquetipo de todo espacio sagrado. Y si ese Axis Mundi tal vez pudo estar representado geográficamente por un lugar concreto y un objeto en particular a lo largo de la historia de la civilización del Nilo, la mítica Acacia de Osiris en Abydos, por ejemplo, políticamente sin duda se caracterizó en la figura del faraón reinante. El faraón, como nexo de unión entre lo celeste y lo humano es la encarnación del dios Horus (representado normalmente con cuerpo humano y cabeza de halcón, era el dios principal de la realeza) sobre la Tierra, el dios que simboliza las fuerzas cósmicas. Pero para los egipcios el cosmos era algo dual y la Maat, en este caso entendida como justicia o equilibrio, se basa en la exacta medida de ambas fuerzas. Horus y Set (dios del caos, representado con cabeza de animal mitológico), símbolos mitológicos de todo conflicto, se combinan armoniosamente en la persona del faraón, que es quien establece la justicia en el mundo a imagen del equilibrio cósmico. Según indica Henry Frankfort en su obra La religión del Antiguo Egipto, “la concepción de la Maat expresa la creencia egipcia de que el universo es inmutable y que todos los opuestos aparentes deben, por tanto, mantenerse en equilibrio mutuo. Esta creencia tiene consecuencias bien definidas en el terreno de la filosofía moral. Otorga a todo lo que existe un aspecto de permanencia. Excluye ideas de progreso, utopías de cualquier tipo, revoluciones y cualesquiera cambios radicales de las condiciones existentes. Permite al hombre mirar por el bien hasta que no quede ningún fallo en su naturaleza, pero esto implica, como hemos visto, la armonía con el orden establecido”.

Ante estas afirmaciones y el hecho conocido de que prácticamente no existió en toda la historia de Egipto revuelta alguna contra el poder establecido, ni siquiera durante los periodos intermedios, podemos sorprendernos del alto nivel de integración y “solidaridad” con el cosmos que se dio en la sociedad del Nilo incluso en las clases trabajadoras, ya que más que como simples “ciudadanos” podríamos definirlos como “voluntarios colaboradores con la divina armonía universal”. La Maat, definida ahora como regla de conducta en lo social, afectaba a todos, era el canon que regía las leyes del estado, las responsabilidades de los funcionarios e incluso los deberes y obligaciones del propio rey, de cuyo correcto cumplimiento dependía que la justicia permaneciera firmemente establecida en el mundo.

Ahora que ya hemos examinado su forma de comprender el cosmos, surge en nosotros la incógnita sobre la procedencia de semejantes conceptos en la mentalidad egipcia. Fundamentalmente fue el culto religioso que profesaban en común los habitantes del periodo predinástico, su misma cosmovisión, la que impulsó la unificación de todos los territorios comprendidos entre la primera catarata del río Nilo y el mar Mediterráneo bajo el gobierno de un monarca único y de un poder centralizado más tarde en la ciudad de Menfis; este monarca unificador fue Menes-Narmer. La tendencia egipcia de entender el universo como un conjunto de fuerzas duales mitológicamente encarnadas en sus “binomios divinos”, Horus-Set, Maat-Isefet, etc., permitió ver la unificación, no en vano uno de los títulos otorgados al faraón durante la Dinastía I fue el de Rey del Alto y el Bajo Egipto, como la plasmación en la Tierra de ese orden celeste que es Maat. El establecimiento de un orden social perfectamente delimitado y mantenido como una fuerza viva, el ka o esencia vital del faraón afectaba a todo el universo ordenado que era Egipto, y el posterior florecimiento de la cultura y el bienestar social produjeron una visión conjunta donde la única forma admisible de gobierno era una monarquía divina en un país unificado bajo la Regla de Maat. De esta forma retornaron los egipcios una vez más a su edad dorada, a su momento mítico inicial cuando gobernaban los dioses, iniciando así un nuevo ciclo que, aunque con periodos de retroceso, duró más de tres milenios.

martes, 6 de julio de 2010

El pensamiento de los antiguos egipcios - Parte I


Tradicionalmente el hombre moderno ha venido arrastrando una imagen del estado y la monarquía faraónicos donde la despiadada tiranía de un soberano absoluto con pretensiones de divinidad oprimía a su pueblo obligándole a trabajar, por ejemplo, en las grandes construcciones estatales.

Pero esta incorrecta visión, surgida de nuestra propia forma de ver el mundo y particularmente de lugares como los estudios cinematográficos de Hollywood, comienza a desaparecer cuando nos adentramos en el estudio de esta antigua civilización. Para tratar de comprender cómo concebían los egipcios el tiempo, el pasado o el poder, será necesario asimilar primero el concepto de “orden cósmico” que existía en la antigua civilización del Nilo, porque esta noción que los egipcios simbolizaban en su diosa Maat es la base de toda su mentalidad. A Maat se la representó tradicionalmente en la forma de una mujer sentada con las rodillas dobladas y portando una pluma de avestruz sobre su cabeza. Descrita como diosa de la verdad y la justicia, Maat es mucho más que eso, ya que, como hemos indicado, constituye el eje fundamental de la cosmovisión egipcia, simbolizando el principio universal de armonía que mantiene en permanente equilibrio dinámico la dualidad de fuerzas opuestas (bien-mal, luz-oscuridad, tierra-cielo, sueño-vigilia, etc.), haciendo posible que la vida se manifieste en todos los ámbitos de la naturaleza. Los egipcios la concebían bajo un triple aspecto: bajo el aspecto de “justicia cósmica”, en el ámbito de la cosmología; como “justicia individual”, en el campo de la ética; y como “justicia social”, en el contorno de la organización de la sociedad.

• La Maat Cósmica: según el mito heliopolitano (esto es, de la ciudad de Heliópolis, centro del culto a Ra-el Sol) de la creación, lo primero que hizo el demiurgo solar (Ra) al iniciar la creación fue insuflar en ella su propio aliento vital, relacionado con el dios Shu (dios tradicionalmente asociado con el viento), y establecer los principios del orden cósmico, para evitar que el universo recién formado retornase al Nun, al caos primordial del que había surgido. Así pues, en su aspecto cósmico Maat es una parte integral del universo, un aspecto inseparable e imprescindible del mismo, el que hacía posible la constante renovación de la vida.

• La Maat en el hombre: en el pensamiento de los antiguos egipcios el universo tiende hacia el caos, hacia la disolución y sólo el orden cósmico que proporciona Maat lo mantiene unido y en armonía. Para ellos las mismas fuerzas que operan en el cielo también funcionan en la Tierra y en el hombre, y por eso en este sentido la diosa debe ser concebida como la regla de conducta moral que orienta la vida de una persona por el camino de la rectitud, dándole un sentido de unidad, integración y solidaridad con el cosmos, permitiéndole así trascender su condición mortal para convertirse en un colaborador de la divina armonía social.

• La Maat en lo social: para los egipcios había un intermediario fundamental entre los dioses y los hombres, que permitía que la armonía universal de Maat se manifestara sobre la Tierra, el faraón. Era él quien manejaba las leyes del estado y las responsabilidades de sus ciudadanos, y como gobernante-dios de él dependía que la justicia permaneciera firmemente establecida en el mundo. Él debía ser un ejemplo para su pueblo aplicando la Regla de Maat, aunque esto no eximía a los ciudadanos de su propia responsabilidad, pues debían colaborar con el faraón en este trabajo de mantener la concordia en la sociedad, lo cual debía ser todo un orgullo para ellos, y esforzarse realmente en la medida de sus posibilidades en el cumplimiento de esta regla.

Como vimos en el post anterior, una de las características fundamentales de las civilizaciones mito-poéticas es que su pensamiento se caracteriza por una “multiplicidad de aproximaciones” a un mismo símbolo. Un símbolo posee tantos niveles de significado como matices tenga la realidad misma que representa, y si bien cada uno de estos significados pueden semejar paradójicos cuando se perciben por separado, todos ellos son complementarios e inseparables. Maat es un claro ejemplo de ello, ya que simboliza simultáneamente el orden cósmico, la verdad, la justicia, el bien, la ley divina, la armonía universal, la rectitud moral, la integridad, el equilibrio o la ecuanimidad. Maat es pues un concepto altamente metafísico, que establece el canon fundamental que regula tanto la armonía cósmica o el equilibrio social, como el orden moral en el individuo. Por eso, como muy bien explica Henry Frankfort: “Maat se trata de un concepto que pertenece tanto a la cosmología como a la ética. Es la justicia en tanto que orden divino de la sociedad, pero también el orden divino de la naturaleza establecido en tiempos de la Creación”.