Dedicaremos algunos posts al estudio de la historia antigua, medieval y moderna, aportando un enfoque humanístico que nos servirá, por una parte, para abandonar definitivamente aquellos discursos y argumentos postcoloniales que aún hoy conservamos en nuestras estructuras mentales y que nos llevan a considerarnos superiores a cualquier otra cultura, actual o pasada. Por otra parte, pretendo que seamos capaces de reconocer que la tecnología y el desarrollo económico no son la única forma de medir el nivel de desarrollo de una sociedad o cultura. ¿O es que somos más inteligentes, más humanos, porque poseemos televisores o neveras?
Debido a ciertos prejuicios surgidos del colonialismo que condujeron a una presunción de superioridad como civilización, Europa se convirtió desde el siglo XVI en el núcleo generador de la “historia universal”. Una visión “eurocentrista” de la historia dominó al hombre occidental debido a una perspectiva donde la superioridad la otorgaban un mayor desarrollo tecnológico y una mayor complejidad de su sistema económico. Este “eurocentrismo” surgido de una mentalidad economicista y materialista originó una “corriente realista” que defendía la posibilidad del conocimiento objetivo de la historia. Pero la restitución integral del pasado es imposible porque, entre otras cosas, no se conservan fuentes suficientes que lo permitan, sobretodo cuanto más retrocedemos en el tiempo, y actualmente se tiende hacia una “corriente nominalista”, hacia una visión del discurso histórico que depende en buena medida de las circunstancias sociales y personales del historiador, además de su propia ética, a la hora de crear el discurso histórico. Podemos decir entonces que la historia no es una ciencia exacta, que en su construcción intervienen decisiones condicionadas por la propia cosmovisión del académico, pero que esto no implica que no existan una metodología y unas reglas comunes que se encuentran sostenidas por unos “documentos de realidad” (fósiles, cerámicas, inscripciones, etc.) válidos para todos.
Actualmente, la convivencia con otras culturas, la “alteridad”, nos ha permitido percatarnos que el nuestro es sólo uno entre la multitud de discursos históricos posibles y lo que es objetivamente real para nosotros desde una perspectiva histórica no tiene por qué serlo para los miembros de otra cultura. Si queremos ser capaces de comprender adecuadamente cualquier momento histórico, y más aún si la civilización objeto de estudio es muy antigua y ya no sobreviven en la actualidad ni sus miembros ni su mentalidad, es necesario un acercamiento previo, un situarse en el centro mismo de su cosmovisión, de su forma de entender la realidad. Y para comprender los aspectos que definen a cualquier sociedad hace falta un cierto grado de relatividad metodológica y un amplio conocimiento de sus fuentes religiosas, porque si en algo se diferencian el resto de culturas de la nuestra, occidental de raíz greco-latina, es su “hecho religioso”.
Actualmente, la convivencia con otras culturas, la “alteridad”, nos ha permitido percatarnos que el nuestro es sólo uno entre la multitud de discursos históricos posibles y lo que es objetivamente real para nosotros desde una perspectiva histórica no tiene por qué serlo para los miembros de otra cultura. Si queremos ser capaces de comprender adecuadamente cualquier momento histórico, y más aún si la civilización objeto de estudio es muy antigua y ya no sobreviven en la actualidad ni sus miembros ni su mentalidad, es necesario un acercamiento previo, un situarse en el centro mismo de su cosmovisión, de su forma de entender la realidad. Y para comprender los aspectos que definen a cualquier sociedad hace falta un cierto grado de relatividad metodológica y un amplio conocimiento de sus fuentes religiosas, porque si en algo se diferencian el resto de culturas de la nuestra, occidental de raíz greco-latina, es su “hecho religioso”.
Tradicionalmente la construcción histórica se ha centrado en el estudio de cadenas de acontecimientos, en el “tiempo corto”, debido a que nuestra sociedad le da más importancia a los cambios, a una visión lineal de la historia donde cada momento posterior es superior y más desarrollado, que a la permanencia. Pero esto es irreal, porque toda civilización tiene su propio ritmo de vida que es básicamente un “tiempo de larga duración”. Acompañado de este cambio de actitud también se han desarrollado nuevos métodos como el análisis de las tradiciones orales, pues no sólo las fuentes escritas proporcionan un conocimiento veraz de la historia, y algunos investigadores han logrado reconstruir procesos históricos a través de esta y otras fuentes alternativas.
Pero, como apuntábamos antes, si en algo se diferencia nuestra ontología de la ontología “del otro” es precisamente en el “hecho religioso”. Para comprender adecuadamente la mentalidad de cualquier cultura, exceptuando quizás a la griega clásica y la romana, únicas que se caracterizan junto con la nuestra por una ontología de tipo “discurso lógico”, racional, debemos entonces profundizar en el estudio de su cosmovisión mítico-religiosa (explicación de los fenómenos naturales mediante mitos), donde se enfatiza el valor de la tradición ancestral y la repetición constante de los ciclos, donde el universo se comprende como un “Todo” perfecto e inmutable. Los mecanismos básicos de funcionamiento de una cultura de “discurso mítico” podrían resumirse en tres aspectos, que contrastaremos con nuestra propia concepción ontológica de “discurso lógico”:
Repetición frente a singularidad: mientras que para nosotros la historia está compuesta por una serie de acontecimientos singulares que se suceden linealmente en el tiempo, para ellos este “devenir” de los acontecimientos carece de sentido, es lo que ellos denominarían el “tiempo profano”, carente de realidad. En una cultura de “discurso mítico” sólo goza de auténtica realidad aquel acto que repite una acción trascendente, aquel objeto que reproduce un arquetipo. El momento más cargado de potencia es el instante de la creación del cosmos y del hombre, siendo éste un “tiempo sagrado” que debe repetirse periódicamente para mantener la “Ley y el Orden cósmicos” en el mundo, regenerando mediante actos rituales ese momento crucial, que actualiza y regenera las energías internas del individuo que participa de él, pero también del colectivo donde vive y de la misma naturaleza.
Integración frente a clasificación: el “discurso lógico” busca la realidad objetiva de la naturaleza, clasificándola y subdividiéndola en partes diferenciadas que se estudian por separado. En cambio, el hombre de “discurso mítico” vive en un mundo donde todo está interconectado, donde cualquier acción que afecte a una de sus partes afecta al “Todo” donde se integra. Es más, la interacción entre hombre y naturaleza es necesaria para la vida y buena marcha de ambos. Desde que el hombre perdió en occidente ese sentirse integrado en la naturaleza, esa concepción de la naturaleza como si de nuestra madre se tratara, se dio el pistoletazo de salida a la abusiva e insostenible explotación total de sus recursos. En palabras textuales de Francis Bacon, filófoso del siglo XVII que llevó a cabo uno de los primeros intentos en construir un nuevo método para la ciencia, tomadas de su Novum Organum, se dicen barbaridades tales como que “la naturaleza debe ser acosada en sus vagabundeos”, “sometida y obligada a servir”, “esclavizada”, “torturarla hasta arrancarle sus secretos”. Este tipo de pensamiento en los teóricos materialistas del s. XVII nos ha conducido en última instancia a los problemas ecológicos que sufre hoy en día nuestro planeta.
Multiplicidad de aproximaciones frente a linealidad: cualquier texto o codificación religiosa perteneciente a una sociedad de “discurso mítico” está cargado de símbolos, de imágenes que permiten expresar la complejidad de la realidad que se está evocando (un dios, por ejemplo). Y estas realidades complejas pueden expresarse a la vez por multitud de símbolos, lo que puede provocar en nuestra mentalidad de hombres occidentales la sensación de hallarnos ante aparentes e indescifrables paradojas, cuando por ejemplo leemos en un texto que “Horus es el hijo de Osiris y de Hathor”. Observado bajo el prisma del “discurso lógico” esta afirmación no tiene sentido, porque sabemos que Osiris y Hathor no eran compañeros en la mitología egipcia. El “discurso lógico” describe las realidades mediante una yuxtaposición de secuencias interconectadas lingüística y lógicamente, mientras que el “discurso mítico” funciona por múltiples aproximaciones simbólicas. Así pues, si comprendemos que Horus es hijo de Osiris porque es el rey vivo de Egipto y que Horus, dios del cielo, es hijo de Hathor porque Hathor simboliza el cosmos, veremos que se ha comenzado a abrir la puerta a la comprensión de la mentalidad de las culturas mítico-religiosas.
Repetición frente a singularidad: mientras que para nosotros la historia está compuesta por una serie de acontecimientos singulares que se suceden linealmente en el tiempo, para ellos este “devenir” de los acontecimientos carece de sentido, es lo que ellos denominarían el “tiempo profano”, carente de realidad. En una cultura de “discurso mítico” sólo goza de auténtica realidad aquel acto que repite una acción trascendente, aquel objeto que reproduce un arquetipo. El momento más cargado de potencia es el instante de la creación del cosmos y del hombre, siendo éste un “tiempo sagrado” que debe repetirse periódicamente para mantener la “Ley y el Orden cósmicos” en el mundo, regenerando mediante actos rituales ese momento crucial, que actualiza y regenera las energías internas del individuo que participa de él, pero también del colectivo donde vive y de la misma naturaleza.
Integración frente a clasificación: el “discurso lógico” busca la realidad objetiva de la naturaleza, clasificándola y subdividiéndola en partes diferenciadas que se estudian por separado. En cambio, el hombre de “discurso mítico” vive en un mundo donde todo está interconectado, donde cualquier acción que afecte a una de sus partes afecta al “Todo” donde se integra. Es más, la interacción entre hombre y naturaleza es necesaria para la vida y buena marcha de ambos. Desde que el hombre perdió en occidente ese sentirse integrado en la naturaleza, esa concepción de la naturaleza como si de nuestra madre se tratara, se dio el pistoletazo de salida a la abusiva e insostenible explotación total de sus recursos. En palabras textuales de Francis Bacon, filófoso del siglo XVII que llevó a cabo uno de los primeros intentos en construir un nuevo método para la ciencia, tomadas de su Novum Organum, se dicen barbaridades tales como que “la naturaleza debe ser acosada en sus vagabundeos”, “sometida y obligada a servir”, “esclavizada”, “torturarla hasta arrancarle sus secretos”. Este tipo de pensamiento en los teóricos materialistas del s. XVII nos ha conducido en última instancia a los problemas ecológicos que sufre hoy en día nuestro planeta.
Multiplicidad de aproximaciones frente a linealidad: cualquier texto o codificación religiosa perteneciente a una sociedad de “discurso mítico” está cargado de símbolos, de imágenes que permiten expresar la complejidad de la realidad que se está evocando (un dios, por ejemplo). Y estas realidades complejas pueden expresarse a la vez por multitud de símbolos, lo que puede provocar en nuestra mentalidad de hombres occidentales la sensación de hallarnos ante aparentes e indescifrables paradojas, cuando por ejemplo leemos en un texto que “Horus es el hijo de Osiris y de Hathor”. Observado bajo el prisma del “discurso lógico” esta afirmación no tiene sentido, porque sabemos que Osiris y Hathor no eran compañeros en la mitología egipcia. El “discurso lógico” describe las realidades mediante una yuxtaposición de secuencias interconectadas lingüística y lógicamente, mientras que el “discurso mítico” funciona por múltiples aproximaciones simbólicas. Así pues, si comprendemos que Horus es hijo de Osiris porque es el rey vivo de Egipto y que Horus, dios del cielo, es hijo de Hathor porque Hathor simboliza el cosmos, veremos que se ha comenzado a abrir la puerta a la comprensión de la mentalidad de las culturas mítico-religiosas.
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