En el post anterior tratamos de hacer una pequeña introducción a la forma de comprender el mundo, tan radicalmente distinta a la nuestra, de los antiguos egipcios. Para ello presentamos uno de sus símbolos fundamentales, la diosa de la Verdad y la Justicia, Maat, la base sobre la que se articula buena parte del pensamiento egipcio. Hoy profundizaremos un poco más en esa mentalidad mito-poética, mostrando cómo entendían ellos conceptos tales como el tiempo, el espacio, o la forma como se gobernaban.
Como cultura de discurso integrado (mito-poética), para la civilización faraónica carecía de valor lo que podemos denominar como tiempo profano. Aquello que para el hombre moderno crea la historia, el encadenamiento de una serie de sucesos singulares, para ellos carecía de significado alguno. Los egipcios vivían en un tiempo sagrado, donde cualquier suceso o acción sólo adquiría valor en función de su mayor o menor participación en un arquetipo, en una realidad trascendente. La sacralización del tiempo se realizaba reintegrando un suceso a su estado original, reviviendo el instante inicial de la Creación, cuando el mundo aún no había sufrido el desgaste y la descomposición que genera el tiempo profano. El tiempo sagrado fue para ellos un tiempo de eterno retorno hacia la divina fuente original de la existencia, transformando la vida del hombre en un eterno presente. El tiempo profano, causa de desgaste, descomposición y muerte, es reconducido al tiempo mítico, sacralizándose mediante rituales de regeneración y las periódicas fiestas sagradas que ritmaban su calendario religioso. Durante la fiesta del Año Nuevo, por ejemplo, que coincidía con el primer día de crecida anual del Nilo, revivían ese instante primordial de la Creación, provocando que su mundo retornase de nuevo al inicio, sintiéndose eternamente jóvenes y eternamente renovados. Esta compleja visión del tiempo, donde cualquier hecho histórico es reconducido a un arquetipo trascendente, ha generado una serie de dificultades a los historiadores al tratar de interpretar las distintas fuentes escritas, porque no fueron creadas con una función histórica. Estos textos sólo sirven para conocer sus sistemas mentales, no contienen condiciones históricas reales.
Como cultura de discurso integrado (mito-poética), para la civilización faraónica carecía de valor lo que podemos denominar como tiempo profano. Aquello que para el hombre moderno crea la historia, el encadenamiento de una serie de sucesos singulares, para ellos carecía de significado alguno. Los egipcios vivían en un tiempo sagrado, donde cualquier suceso o acción sólo adquiría valor en función de su mayor o menor participación en un arquetipo, en una realidad trascendente. La sacralización del tiempo se realizaba reintegrando un suceso a su estado original, reviviendo el instante inicial de la Creación, cuando el mundo aún no había sufrido el desgaste y la descomposición que genera el tiempo profano. El tiempo sagrado fue para ellos un tiempo de eterno retorno hacia la divina fuente original de la existencia, transformando la vida del hombre en un eterno presente. El tiempo profano, causa de desgaste, descomposición y muerte, es reconducido al tiempo mítico, sacralizándose mediante rituales de regeneración y las periódicas fiestas sagradas que ritmaban su calendario religioso. Durante la fiesta del Año Nuevo, por ejemplo, que coincidía con el primer día de crecida anual del Nilo, revivían ese instante primordial de la Creación, provocando que su mundo retornase de nuevo al inicio, sintiéndose eternamente jóvenes y eternamente renovados. Esta compleja visión del tiempo, donde cualquier hecho histórico es reconducido a un arquetipo trascendente, ha generado una serie de dificultades a los historiadores al tratar de interpretar las distintas fuentes escritas, porque no fueron creadas con una función histórica. Estos textos sólo sirven para conocer sus sistemas mentales, no contienen condiciones históricas reales.
La visión egipcia del tiempo iba ligada a una paralela sacralización del espacio. Ese orden celeste, la divina armonía universal simbolizada por Maat, era representado por los egipcios en los techos de sus templos y tumbas. Para sacralizar el espacio orientaban su geografía terrestre en función de la divina geografía celeste, convirtiendo la Tierra en un espejo del Cielo y estableciendo una relación de correspondencia entre el microcosmos humano y el macrocosmos divino. El dios Tot (dios de la escritura y la sabiduría, representado usualmente como un hombre con cabeza de ibis) dice a su discípulo Esculapio en los Libros de Hermes: “¿Ignoras tú ¡oh Esculapio! Que Egipto es la imagen del cielo y que es la proyección aquí abajo del orden que reina en el mundo celeste? Pues a decir verdad, nuestra tierra es el centro del mundo” .El centro del mundo es para los egipcios el punto de unión entre Cielo, Tierra e Inframundo, es el eje de orientación o Axis Mundi que permite a los dioses manifestarse en el mundo humano y a los hombres elevarse al mundo divino. Es la Colina Primordial, la primera tierra emergida del caos en el momento de la Creación y representa el arquetipo de todo espacio sagrado. Y si ese Axis Mundi tal vez pudo estar representado geográficamente por un lugar concreto y un objeto en particular a lo largo de la historia de la civilización del Nilo, la mítica Acacia de Osiris en Abydos, por ejemplo, políticamente sin duda se caracterizó en la figura del faraón reinante. El faraón, como nexo de unión entre lo celeste y lo humano es la encarnación del dios Horus (representado normalmente con cuerpo humano y cabeza de halcón, era el dios principal de la realeza) sobre la Tierra, el dios que simboliza las fuerzas cósmicas. Pero para los egipcios el cosmos era algo dual y la Maat, en este caso entendida como justicia o equilibrio, se basa en la exacta medida de ambas fuerzas. Horus y Set (dios del caos, representado con cabeza de animal mitológico), símbolos mitológicos de todo conflicto, se combinan armoniosamente en la persona del faraón, que es quien establece la justicia en el mundo a imagen del equilibrio cósmico. Según indica Henry Frankfort en su obra La religión del Antiguo Egipto, “la concepción de la Maat expresa la creencia egipcia de que el universo es inmutable y que todos los opuestos aparentes deben, por tanto, mantenerse en equilibrio mutuo. Esta creencia tiene consecuencias bien definidas en el terreno de la filosofía moral. Otorga a todo lo que existe un aspecto de permanencia. Excluye ideas de progreso, utopías de cualquier tipo, revoluciones y cualesquiera cambios radicales de las condiciones existentes. Permite al hombre mirar por el bien hasta que no quede ningún fallo en su naturaleza, pero esto implica, como hemos visto, la armonía con el orden establecido”.
Ante estas afirmaciones y el hecho conocido de que prácticamente no existió en toda la historia de Egipto revuelta alguna contra el poder establecido, ni siquiera durante los periodos intermedios, podemos sorprendernos del alto nivel de integración y “solidaridad” con el cosmos que se dio en la sociedad del Nilo incluso en las clases trabajadoras, ya que más que como simples “ciudadanos” podríamos definirlos como “voluntarios colaboradores con la divina armonía universal”. La Maat, definida ahora como regla de conducta en lo social, afectaba a todos, era el canon que regía las leyes del estado, las responsabilidades de los funcionarios e incluso los deberes y obligaciones del propio rey, de cuyo correcto cumplimiento dependía que la justicia permaneciera firmemente establecida en el mundo.
Ahora que ya hemos examinado su forma de comprender el cosmos, surge en nosotros la incógnita sobre la procedencia de semejantes conceptos en la mentalidad egipcia. Fundamentalmente fue el culto religioso que profesaban en común los habitantes del periodo predinástico, su misma cosmovisión, la que impulsó la unificación de todos los territorios comprendidos entre la primera catarata del río Nilo y el mar Mediterráneo bajo el gobierno de un monarca único y de un poder centralizado más tarde en la ciudad de Menfis; este monarca unificador fue Menes-Narmer. La tendencia egipcia de entender el universo como un conjunto de fuerzas duales mitológicamente encarnadas en sus “binomios divinos”, Horus-Set, Maat-Isefet, etc., permitió ver la unificación, no en vano uno de los títulos otorgados al faraón durante la Dinastía I fue el de Rey del Alto y el Bajo Egipto, como la plasmación en la Tierra de ese orden celeste que es Maat. El establecimiento de un orden social perfectamente delimitado y mantenido como una fuerza viva, el ka o esencia vital del faraón afectaba a todo el universo ordenado que era Egipto, y el posterior florecimiento de la cultura y el bienestar social produjeron una visión conjunta donde la única forma admisible de gobierno era una monarquía divina en un país unificado bajo la Regla de Maat. De esta forma retornaron los egipcios una vez más a su edad dorada, a su momento mítico inicial cuando gobernaban los dioses, iniciando así un nuevo ciclo que, aunque con periodos de retroceso, duró más de tres milenios.
Ahora que ya hemos examinado su forma de comprender el cosmos, surge en nosotros la incógnita sobre la procedencia de semejantes conceptos en la mentalidad egipcia. Fundamentalmente fue el culto religioso que profesaban en común los habitantes del periodo predinástico, su misma cosmovisión, la que impulsó la unificación de todos los territorios comprendidos entre la primera catarata del río Nilo y el mar Mediterráneo bajo el gobierno de un monarca único y de un poder centralizado más tarde en la ciudad de Menfis; este monarca unificador fue Menes-Narmer. La tendencia egipcia de entender el universo como un conjunto de fuerzas duales mitológicamente encarnadas en sus “binomios divinos”, Horus-Set, Maat-Isefet, etc., permitió ver la unificación, no en vano uno de los títulos otorgados al faraón durante la Dinastía I fue el de Rey del Alto y el Bajo Egipto, como la plasmación en la Tierra de ese orden celeste que es Maat. El establecimiento de un orden social perfectamente delimitado y mantenido como una fuerza viva, el ka o esencia vital del faraón afectaba a todo el universo ordenado que era Egipto, y el posterior florecimiento de la cultura y el bienestar social produjeron una visión conjunta donde la única forma admisible de gobierno era una monarquía divina en un país unificado bajo la Regla de Maat. De esta forma retornaron los egipcios una vez más a su edad dorada, a su momento mítico inicial cuando gobernaban los dioses, iniciando así un nuevo ciclo que, aunque con periodos de retroceso, duró más de tres milenios.
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