
El teatro occidental nació en Atenas poco antes del siglo V a.C., en la época de Pisístrato (Sobre 600 – 528/527 a.C. Filósofo y político ateniense considerado como uno de los siete sabios de Grecia, gobernó la ciudad ática entre 561 y 546 a.C., aunque con diversas interrupciones en las que fue expulsado del poder), y tuvo su esplendor durante el perido clásico (siglos V y IV a.C.). Si la poesía épica (las conocidas Iliada y Odisea atribuidas a Homero, por ejemplo) representó en cierta manera el paso de los griegos hacia un resurgir de su cultura conocido como época arcaica (siglos VIII al VI a.C.), tras una larga Edad Media (desde la caída de la civilización micénica, hacia 1200 a.C.), el género dramático caracterizó el inicio de la preeminencia cultural ateniense sobre el resto de ciudades griegas durante el s. V a.C., el periodo conocido como clásico. También, con la aparición de una tecnología de la escritura en época tardoarcaica, es decir, de un sistema de conservación del material literario anterior, como la fijación por escrito de la Ilíada y de la Odisea en la redacción pisistratea, por ejemplo, se inició una evolución que culminó con el dominio de la prosa como forma literaria principal. Aunque este dominio no se concretara hasta el s. IV, de la mano de la filosofía, en este proceso de evolución pueden situarse las tragedias clásicas que se han conservado, representadas en Atenas entre el 472 y el 401 a.C.

De temática casi siempre heroica, fue la tragedia un instrumento en la educación de los atenienses que acudían a las representaciones. El calendario griego transcurría a través de una serie de fiestas sagradas que vinculaban la fertilidad de la tierra, las relaciones entre los hombres, la poesía de un grupo humano con sus dioses mediante una serie de rituales y sacrificios. Estas fiestas eran las que aportaban y mantenían en los habitantes de Atenas la conciencia de pertenencia a su polis, a su grupo humano, y en este contexto debe situarse la tragedia, representada tan sólo en el teatro de Dioniso durante
las fiestas anuales en conmemoración a este dios, vinculado entre otras cosas a la mágica transformación en virtud de la cual unos actores (hypocritaí), encarnan a los héroes y dioses ancestrales. Así pues, los mitos helénicos, provenientes de la tradición oral, transmitida primero por los aedos o poetas cantores y fijados posteriormente en las recopilaciones de las obras de Homero y Hesíodo, forman el repertorio que puebla las páginas de las tragedias griegas clásicas. Podemos decir que un mito es inicialmente un relato tradicional que cuenta la actuación ejemplar y digna de recuerdo de unos personajes extraordinarios en un tiempo lejano y prestigioso. Pero un mito es mucho más que esto. El gran estudioso de las religiones comparadas, Mircea Eliade, indicaba en su obra El mito del eterno retorno, lo siguiente: “el recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular, porque la memoria colectiva es ahistórica […] el personaje histórico es asimilado a un arquetipo”. De esta afirmación de Eliade se puede deducir que, al menos hasta cierto punto, de un mito se pueda extraer auténtica información histórica. Por otra parte, también indica Eliade que en todas las culturas de mentalidad mito-poética, como sería el caso de la Grecia arcaica, “hemos visto que el guerrero, sea cual fuere, imita a un héroe y trata de acercarse lo más posible a ese modelo arquetípico”. El historiador de las religiones piensa que en esa actitud subyace una estructura mental colectiva, la repetición ritual. Como vimos en anteriores posts, para el hombre de las culturas tradicionales, sólo goza de auténtica realidad aquel acto que repite una acción trascendente, aquel objeto que reproduce un arquetipo. El momento más cargado de potencia es el instante de la creación del cosmos y del hombre, siendo éste un “tiempo sagrado” que debe repetirse periódicamente para mantener la “Ley y el Orden cósmicos” en el mundo, regenerando mediante actos rituales ese momento crucial, que actualiza y regenera las energías internas del individuo que participa de él, pero también del colectivo donde vive y de la misma naturaleza. Pero no sólo son aquellos rituales oficiados por sacerdotes los que tienen su modelo mítico, “sino que cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado” (Eliade, El mito del eterno retorno).


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